La vida del misionero al país qué tanta ayuda necesita: China.
Mucho antes de que Hudson Taylor naciera sus padres lo dedicaron al Señor. Habían leído en Éxodo 13:2: “Conságrame todo primogénito”; y habían comprendido sabían que este mandato divino se refería no sólo a lo que poseía en el hogar y en la familia. El 21 de mayo de 1832, en Yorkshire, Inglaterra, les nació un hijo, y le pusieron Jaime Hudson Taylor.
Desde sus días de niño de brazos, Hudson Taylor fue llevado al templo evangélico. Entre sus recuerdos más tempranos conservaba el cuadro de su abuelo y su abuela, sentados directamente detrás de él y de sus padres. Gran parte de su educación le fue dada en su propio hogar. Su padre le enseñó el alfabeto hebreo; y, antes de que cumpliera cuatro años, su madre le había enseñado a leer y a escribir.Como muchos otros niños, Hudson Taylor acostumbraba jugar “a la iglesia”, junto con su hermano y su hermana. La silla de su padre les servía de púlpito, y el tema predilecto de los sermones infalibles era las tinieblas de los países paganos. Esto era lo que solía oír, tanto en su hogar como en el templo.
“Cuando yo sea grande” decía Hudson, “quiero ir como misionero a la China”.
En el hogar de los Taylor la norma era que los centavos tenían que ser ganados. Los padres de Hudson creían que sus hijos debían comprender el valor del dinero, y darse cuenta de que debían aprender a ganarlo de manera honrada. Por lo tanto, les asignaban algunos quehaceres domésticos como trabajos.
Cierto día llegó al pueblo una feria de diversiones. Hudson Taylor había ahorrado un centavo enterito, lo cual le parecía una gran fortuna. Decidió gastarlo en la feria. Pero, cuando llegó al lugar, se encontró con que tenía que acercarse a la boletería y comprar un boleto de entrada. Hudson sacó su centavo y se lo mostró al encargado. El hombre sacudió la cabeza, indicándole que no podía entrar, puesto que la entrada valía dos centavos. “No tengo otro centavo” dijo Hudson, “pero le daré éste si usted me deja entrar. ¿No le parece mejor un centavo que ninguno?”.
Pero el hombre permaneció impertúrbale. Hudson regresó a su casa llorando a lagrima viva, como si se le fuera a partir el corazón. Su madre le asignó una tarea en la que podía ganar otro centavo. Así, dentro de poco, ya pudo asistir a la feria. Como resultado de esa experiencia, Hudson Taylor nunca olvidó el valor del dinero.
A los niños Taylor se les había enseñado que no debían pedir nada en la mesa. Un día, cuando tenían visitas para la cena, el plato de Hudson fue pasado por alto. Durante largo rato se quedó sentado sin decir nada. Al fin, aprovechando una pausa en la conversación, Hudson pidió que le pararán la sal. El invitado que estaba sentado a su lado miró su plato vació y le preguntó: “¿Para qué quieres la sal?”. Hudson replicó que quería estar preparado para cuando su madre le sirviera l a comida.
A Hudson Taylor siempre le gustó leer. En muchas ocasiones no alcanzaba a terminar de leer algún libro durante las horas del día. Deseaba poder leer de noche; pero su madre siempre venía para arroparle y para llevarse la vela. Cierto día se quedó a medias en la lectura de una historia que le llamó particularmente la atención. Recordó que en la casa había unos cabos de vela, que se guardaban para usarlos en el sótano. Nadie se daría cuenta si cogía unos cuantos. Así podía encenderlos y leer en la cama.
Esa noche , poco antes de la hora en que Hudson debía irse a la cama, unos amigos de la familia llegaron para visitarles. Hudson se había metido los cabos de velas en los bolsillos, al entrar en la sala para dar las buenas noches. De pronto, el amigo que les visitaba tomó al niño y, sentándole sobre sus rodillas, empezó a contarle una historieta. Aunque a Hudson le encantaban los relatos, estaba inquieto y se retorcía constantemente. Se le figuraba que muy pronto se le iban a derretir los cabos de vela que tenia en el bolsillo, pues estaba sentado muy cerca de la chimenea. No bien hubo acabado el hombre de relatar la anécdota, Hudson trató de bajarse de rodillas. Sin embargo, su madre le dijo que, puesto que era temprano todavía, le daba permiso para quedarse otro rato en la sala.
El visitante empezó a relatar otra anécdota; y otra vez Hudson se retorció para bajarse de las rodillas de aquel hombre. El visitante se sintió muy decepcionado, y los padres de Hudson quedaron muy perplejos. El muchacho corrió a su habitación, y su madre lo siguió. Allí encontró a su hijo llorando abundantemente, y con el bolsillo lleno de velas derretidas. Esa fue otra experiencia que Hudson Taylor jamás olvidó.
La misma Sra. de Taylor era la maestra de sus hijos, y por eso vigilaba atentamente mientras ellos leían los textos de historia, literatura, y otros libros. Siempre que encontraban alguna palabra que no conocían, debían acudir al diccionario para buscar el significado.
Otra de las lecciones que Hudson Taylor aprendió de sus padres fue la puntualidad. “Supongamos” le decía su padre, “que hay cinco personas, y que se les hace esperar un minuto. ¿No ves que son cinco minutos perdidos, que no se recobrarán jamás?”.
El Sr. Taylor estimulaba y fortalecía la vida espiritual de su hijo. A diario, durante su niñez, Hudson era llamado a la habitación de su padre, par tener un rato de oración y estudio bíblico. Además se le enseño a tener su propio tiempo devocional a solas con Dios. Pronto aprendió a dedicar unos minutos antes del desayuno, y otros por la tarde, a la lectura de la palabra de Dios y a la oración.
Debido a que Hudson Taylor era enfermizo, no le fue posible asistir regularmente a la escuela. Pero las clases que su madre le daba eran conducidas de manera sistemática y consistente; de modo que, como resultado. Hudson Taylor avanzó en sus estudios mucho más que los niños que asistían a la escuela.
Las misiones al extranjero era uno de los constante temas de conversación y oración en el hogar de los Taylor. El padre sentía un anhelo especial de que el evangelio llegara a la China. Hablaba mucho del país, y oraba mucho por dicha nación. Cuando Hudson tenía siete años, se realizó un culto de celebración, durante el cual recogieron ofrendas de acciones de gracias, y se elaboraron plegarias por el mundo entero. Después de este culto de celebración, el padre de Hudson comneto que varios misioneros habian salido recientemente, pero que ninguno de ellos habia ido a la China. Este hecho, juntamente con la lectura del libro La China, de Pedro Parley, hizo una profunda impresión en J. Hudson Taylor. No obstante, los Taylor ya habían abandonado las esperanzas de que Hudson pudiera dar cumplimiento a sus deseos, pues el niño era muy enfermizo.
A medida que Hudson crecía, su salud pareció mejorar, y así pudo asistir a la escuela. Allí, no solo le faltó el ambiente espiritual de su hogar, sino que también el horario escolar, atiborrado de quehaceres y deberes, le hizo dejar a un lado las cosas del Señor. Ya no hallaba tiempo para la oración y la lectura de la Biblia; actos que había observado sin falta mientras estaba en casa. Como consecuencia, su vida espiritual empezó a declinar. Entre los once y diecisiete años, Jaime Hudson Taylor llevó una vida cristiana vacilante. Cuando tenía quince años, le fue ofrecido un empleo como dependiente subalterno en un banco. En tal lugar, las cosas se le hicieron más difíciles, no solo porque era un nuevo en el trabajo, sino también a causas de las amistades que encontró allí. La mayoría de sus amigos se reían de las convicciones religiosas de Hudson, considerándolas anticuadas. En ese mismo lugar, el joven empezó a ambicionar las posesiones materiales y a pensar que las necesitaba.
Pero el Señor tenía Su mano sobre Hudson Taylor, y como secuencia de una serie de inflamaciones en los ojos, el joven tuvo que dejar su empleo en el banco. Regresó a su casa, para trabajar con su padre. No obstante, puesto que no andaba bien en las cosas espirituales, le resultaba difícil hablar con su padre o su madre. Le era un poco más fácil conversar con su hermana Emilia, que para entonces contaba con trece años de edad. Emilia resolvió orar por su hermano tres veces al día. Tan decidida estaba en su propósito, que escribió en su diario que nunca dejaría de orar por él hasta que él regresara al Señor Jesucristo.
Un día, mientras su madre estaba fuera, Hudson entró a la biblioteca de su padre para buscar unos libros. Parecía que no podía encontrar nada que le interesara, de modo que echó mano a una canasta que contenía folletos y, al acaso, cogió uno de evangelización. En esa misma hora su madre, encontrándose a unos cien kilómetros de distancia, se levantó de la mesa y entró en su habitación. Cerró su puerta, y le puso llave, resuelta a no salir sino cuando tuviera la certeza de que Dios contestaría sus oraciones a favor de su hijo descarriado. Hora tras hora imploró al Señor, hasta que de pronto ya no pudo seguir orando. Entonces empezó a darle gracias a Dios por la conversión de su hijo.
Mientras tanto, en su casa, Jaime Hudson Taylor decidió leer tratado que tenía en la mano. “Leeré solamente la anécdota” se dijo entre sí. “Dejaré de leer cuando empiece el sermón”.
Sin embargo, cuando se dio cuenta, no solo había leído el relato, sino también el sermón. El tratado hablaba acerca del Señor Jesucristo, el cual entregó voluntariamente su vida por el mundo entero.
Súbitamente le vino un pensamiento extraño: Si Cristo murió por todo ser humano en el mundo entero, luego todo ser humano debería saberlo. Esto significaba que alguien debería contarles acerca de Cristo. Cayendo de rodillas, Hudson se entregó al Salvador.
Cuando su madre regresó a casa, Hudson salió a su encuentro, queriendo contarle que se había convertido. “Lo sé” fue lo único que pudo responder la madre. Hudson creyó que su hermana Emilia había roto su promesa y le había contado a su madre lo acontecido, pero la señora le aseguró que no había sido así. Era Dios quien le había hablado de ella.
Después de que Hudson Taylor entregó su corazón y su vida al Señor, hubo un gran cambio en su vida. No solamente se le notaba una nueva actitudes hacia los de su casa, sino también hacia las necesidades de otros. Un día apartó una hora para orar y consagrar definitivamente su vida a Dios, de modo de servirle en alguna manera especial. Desde aquel día, Hudson y su hermana Emilia salieron todos los domingos, durantes las primeras horas de la noche, para evangelizar a los inconversos. Previamente, habían acostumbrado asistir consideraron que habían sacrificar esto, para poder alcanzar a algunas de las personas que no podían ser alcanzadas a ninguna otra hora.
Cuando Hudson tenía diecisiete años y medio comprendió que Dios lo había llamado para servirle en la China. Poco tiempo después, empezó a prepararse para la obra misionera. Lo primero que hizo fue procurar mejorar su salud. Se sometió a un programa de ejercicio físico, y trató de pasar más tiempo al aire libre. Dejó a un lado su colchón de plumas, a fin de prepararse para una vida de rigores y asperezas. De manera habitual repartía tratados, enseñaba una clase de escuela dominical y visitaba a lo s pobres y a los enfermos.
Aunque no tenía ningún libro que le enseñara el idioma chino, poseía un ejemplar del evangelio según san Lucas en ese lenguaje. Usando tal libro como texto, dedicó muchas horas al estudio del idioma. Con la ayuda de un primo hermano, Hudson Taylor pudo compilar un diccionario chino que contenía unos quinientos caracteres.
A los diecinueve años salió de su hogar, para estudiar medicina y cirugía, convencido de que esto le sería provechoso en el campo misionero. Tan decidido estaba en cuanto a ir a la China, que resolvió trabajar con el fin de ahorrar dinero para el pasaje.
Por fin llegó el día anhelado, y Hudson Taylor se embargó en un buque que iba a hacia la China. Era un barco de velas, y requería de viento fuerte y constante para llevarlo a su destino. Un día, en plena mitad del océano, el viento dejó de soplar.
“Hemos hecho todo lo posible” dijo el capitán. “Todo lo posible, no” replicó Taylor. “Habemos cuatro creyentes en la nave. Le pediremos a Dios que nos mande el viento que necesitamos”. Los cuatro entraron en uno de sus camarotes, y empezaron a orar. Pronto se levantó un fuerte viento, y la nave comenzó a avanzar de nuevo. Todos ellos marineros y los pasajeros se sorprendieron, menos los cuatros creyentes que había elevado su plegaria al Señor. Estos sabían que Dios tiene poder para enviar el viento.
La travesía no resultó nada fácil. De hecho, por poco termina en desastre, por cuanto la nave fue atrapada por una fuerte tormenta; luego por un espantoso ciclón, y también por una ventisca cegadora. Sin embargo, por fin, luego de cinco meses y medio de navegación llegaron a Shangai, en la China.
Hudson Taylor había estado esperando dedicarse de lleno a la obra misionera. No obstante, se topó con muchos obstáculos que le impedían desarrollar su obra. Esto fue especialmente cierto cuando estalló la guerra entre las tropas extranjeras y el ejército imperial. Ningún europeo podía andar seguro sin llevar un arma. Esto afligía al joven misionero, por cuanto había llegado a la China con la certeza de que Dios lo había enviado allí para presentar a la gente el mensaje de salvación. Tuvo que atravesar otras experiencias desalentadoras, también. La inflamación de sus ojos, que le había afectado cuando trabajaba en el banco años tras, volvió a molestarle. El fuerte sol y el polvo le causaban esa molestia, y como resultado, Hudson sufría intensos dolores de cabeza.
A pesar de tales problemas, dedicaba unas cinco horas diarias al estudio del idioma chino. Además, continuó sus estudios de medicina y química, de modo de no perder el toque médico que sentía necesitar para alcanzar a la gente.
Casi un uño después de haber salido de su hogar, Hudson Taylor por fin logró ayudar a algunas personas con atención médica. Parecía que las cosas le iban mejor. Estableció una escuela diurna, en la cual tenía diez niños y cinco niñas, con un profesor cristiano que dictaba las clases. Aunque no había anunciado la apertura de un dispensario médico, cada día le llegaban nuevos pacientes. La asistencia a los cultos iba en aumento también. Al principio asistían solamente Hudson y el maestro cristiano. Sin embargo, pronto la asistencia subió a unas veinte personas; algunas llegaban por la mañana, y otras por la noche. Pero tras un problema surgía otro contribuyendo a
desanimar al misionero: un lugar donde vivir, comida y alimentación, dinero para pagar sus gastos, la guerra y muchos problemas más.Taylor se convenció de que la única manera de alcanzar a la gente de China sería identificándose con ellos. Por tanto, compró ropa China y aprendió a comer con palillos, a usanza china. Sin embargo, le faltaba un paso grande, que no había dado aún: su cabello rubio y crespo le daba a conocer como europeo a la legua. Creyendo que esa era la única manera de alcanzar al pueblo chino con el evangelio, finalmente Hudson dio también ese paso. Llamó a un peluquero, y le pidió que le cortara el pelo, dejándole únicamente lo suficiente para que le pareciera otro chino más. Todo esto le ganó la entrada al corazón de la gente, y muchos ni siquiera sospechaban que aran extranjero, sino cuando empezaba a hablarles.
A pesar de todo ello, cuando recibió una carta de su casa, se enteró de que su familia no estaba contenta con lo que había hecho. Les contestó explicándoles que lo que había hecho era con el fin de alcanzar al pueblo chino para Cristo, y que su acción estaba demostrando ser muy efectiva.
Cuando estalló la guerra entre China e Inglaterra, casi todas las personas consideradas extranjeras vieron sus vidas en peligro. No obstante, debido al hecho de que Taylor había adoptado el vestuario y la apariencia de los chinos, halló que le era más fácil confundirse entre ellos. No obstante, en muchas ocasiones, su vida también se vio en gran peligro.
El 16 de enero de 1858 Maria Dyer cumplió los veintiún años; y el 20 de enero se casó con Hudson Taylor. Desde entonces la obra de los misioneros fue expandiéndose más. María tomó a su cargo las reuniones para niños y señoras, e invitaban a los chinos a que la visitaran en su casa. El trabajo de Hudson, evangelizando, predicando y curando a la gente, lo mantenía ocupado día y noche. Los misioneros se encaraban, día tras día, año tras año, con más guerras, tiempos de hambre, y muchos otros problemas que afectaban a la obra. No obstante, Jaime Hudson Taylor y su esposa, fueron instrumentos en las manos de Dios para formar una nueva misión, que se llamó la Misión al Interior de la China; y Dios los prosperó en su obra. Dios también bendijo su hogar, dándoles una hija, a la cual pusieron por nombre Graciela.
La vida de Hudson Taylor fue una vida de oración y de dependencia continua en Dios. No hacía nada si primero arrodillase y pedir que Dios le revelara su divina voluntad. Esto fue cierto cuando, muy joven aún, buscaba la sabiduría de Dios en cuanto a su viaje de evangelización y de servicio médico río arriba, para alcanzar a la gente en el interior de país; fue cierto cuando buscaba la voluntad de Dios en cuanto a su casamiento; y es algo que debe ser hecho por cada uno de nosotros, en cada decisión que tomamos, sea grande o pequeña. En razón de que ya pertenecemos a cristo, debemos saber cuál es su voluntad perfecta para nosotros.
Cuando Jaime Hudson Taylor comprendió que pronto terminaría su obra en la China, siendo que no le quedaban muchos más días de su vida en esta tierra, les dijo a unos amigos: “Si tuviera mil vidas, las entregaría todas por la China”.